El Tempranillo, famoso bandolero andaluz que, trabuco en mano, te atracaba en las sierras andaluzas, al parecer y según cuentas las crónicas, tenía bastante gracia y educación, especialmente con las damas. Hoy día ni las damas se salvan de que algún desalmado hostelero, botella de tempranillo en ristre, cual trabuco serrano, les atraque al grito de: ¿blanco o tinto?
No quiero decir que esto pase en todos los restaurantes. Los bodegueros, además de querer vender el vino, hace ya tiempo que se empezaron a interesar por la manera en que éste llegaba al consumidor. Los -buenos- restauradores se dieron cuenta de que el vino, más que un accesorio, era una magnifica vía para aportar valor y volumen a sus negocios, naciendo así los negocios de cuidada selección en la lista de vinos.
Enobares, gastrobares, enorestaurantes, y toda una suerte de referencias y calificativos para negocios de hostelería en los que el vino es el plato fuerte, y en los que es cuidado y vendido con mimo y buena gestión. Locales con magníficos sumilleres, excelentes profesionales que gestionan y venden con cariño su bodega. Además, ahora el público aprecia la calidad de una selección bien hecha, el detalle en el buen servicio y que los precios sean adecuados.
¡Peeeeeroooo!, lamentablemente, más allá de estos buenos restaurantes en los que pedir un vino no va a ser una experiencia traumática, aún quedan muchos restaurantes en los que no se quieren enterar de que para vender vino ya no vale cualquier cosa.
Vamos a repasar cuáles son los pecados capitales del vino en la hostelería generalista, restaurantes en los que junto a las pegatinas que indican en la puerta -“Tres Lunas Guía Miguelín”, o: “Recomendado por la Asociación de Arqueólogos Gastronómicos”-, debería haber otra pegatina de la ANPVC, y no es la Asociación Nacional de Productores de Vino de Calidad, sino “Aquí No Pida Vino, ¡corra!”
La presentación. No, ponerle al rape una botella de rosado en la boca no es delicado ni elegante, y en esta performance casi siempre coinciden dos hechos paralelos: la botella de rosado tiene un color lúgubre -de una cosecha varios lustros anteriores al día de autos-, y siempre les colocan en un escaparate al sol. Una presentación que te indica claramente que allí no hay que pedir vino, ni rape, claro.
El almacenamiento. Cuánto daño le han hecho al vino los botelleros de madera castellanos, los módulos de panal de abeja en cuyos agujeros se meten botellas, y los restaurantes que almacenan sus botellas de vino en medio del comedor. Cada vez que tengo que comer en un sitio así y pedir el vino, le pido al dios Baco que, por favor, mi botella no sea una de las que están junto al radiador: la ley de Murphy no falla, la mía siempre es la botella más caliente. Pero si pides una cubitera para refrescar una botella de vino tinto, te pueden pasar varias cosas:
- Que te traigan una cubitera con dos dedos de hielo que no sirve para nada, porque no enfría.
- Que te traigan una cubitera llena de agua y cinco o seis cubitos de hielo que no sirve para nada, porque no enfría.
- Que te digan lo que me dijo una vez un camarero: “El señor debería saber que el vino tinto no se puede enfriar porque se estropea”. Ahí es cuando te acuerdas de la pegatina ANPVC.
No todos los restaurantes pueden tener esas magníficas bodegas a la vista, o un almacén acondicionado. Muchas veces esto no es posible por espacio o costes. ¡Pero hombre!, un armario-cava para mantener una pocas botellas a una temperatura digna… Eso sí, el vino igualmente te lo cobrarán como si las botellas las guardasen en la cueva de Altamira.
El sumiller. He formado a cientos de profesionales durante años, y después de todo este tiempo, aún no tengo claro que los clientes de un restaurante sepan muy bien para qué servimos los sumilleres. Y lo que es peor, muchos de los empresarios de hostelería lo saben menos aún. Un sumiller es una especie de profesional indefinido, y seguramente una especie a extinguir, y los dueños de algunos restaurantes no se enteran de que para generar beneficios, además de vender el vino a un buen precio, también hay que saber comprarlo. Ahí es donde entra la figura del sumiller.
Un autentico sumiller es un gestor, alguien que sabe comprar, seleccionar, y vender su selección de bebidas, y debe ofrecer a su empresa una cuenta de resultados positiva en el área de negocio que tiene a su cargo. Si tenemos en cuenta que en un restaurante de tipo medio, el vino supone como mínimo el veinte por ciento de la factura del comensal, nos daremos cuenta de que la bodega es una de las partidas más importantes, lo que se merecería un profesional cualificado al mando.
Por cierto, para los espabilaos y algún que otro pseudoprofesional del vino: los vinos no huelen a especies, huelen a especias.
Lejos de este planteamiento, nos podemos encontrar con varios escenarios en un restaurante:
Ni hay sumiller ni los camareros saben nada de vino. Hay un rape con una botella de rosado en la boca en el escaparate. Digno merecedor de la pegatina ANPVC.
Para ahorrarse un sueldo, el empresario coge a un camarero espabilao y le pone a vender el vino. En el mejor de los casos, le enviarán a hacer un curso baratito de vinos, que por ser barato lo impartirá otro espabilao que sabe menos que él.
El sumiller es un espabilao, es de esos que llevan el tastevin como si fuera la medalla del día de la madre, colgado a la altura del esternón. A la mínima que pueda, te hará una disertación sobre el maridaje de los compuestos polifenólicos y las proteínas del bacalao producidas durante la segunda pleamar del mes de noviembre. Además, para alimentar su ego, habrá que insistir en la maravillosa lista de vinos que ha forjado fruto de sus ingentes conocimientos enológicos adquiridos mirando Twitter. En estos casos, casi siempre coincide que el sumiller es el dueño del restaurante.
Por cierto, para los espabilaos y algún que otro pseudoprofesional del vino: los vinos no huelen a especies, huelen a especias. Las especies pueden ser de reptiles o protozoos, pero lo de las especias es lo que se pone en la liebre con arroz. ¿Está claro?
La carta. No sé cuál es la fuerza oscura que hace que las cartas de vino sean tan lamentables en hostelería. En principio, el concepto parece sencillo de llevar a la práctica: una lista de productos en la que, como mínimo, aparezca el nombre del vino, la añada, y el precio. La carta de vinos debería ser la mejor herramienta que un restaurante tiene para vender vino. ¿Es tan difícil pedir una carta de vinos ordenada y sin tachones? ¿Que las añadas se correspondan con las de las etiquetas?
El precio. Sigue habiendo empresarios de hostelería que no se dan cuenta de que no se le puede sacar la misma pasta al besugo que a la botella de vino, pero la práctica de multiplicar el precio de la botella por tres, cuatro, o más, aún se mantiene en muchos restaurantes. Estos tíos gilitos de la hostelería se frotan las manos pensando en que, cuanto más caro es un vino, por más pueden multiplicar su precio. Debería ser al revés. Los vinos caros deberían ser más accesibles. Esto llevaría a tener bodegas saneadas y con buena rotación de su producto. Hay restaurantes en los que te sientes como un morlaco de Mihura, la estocada es segura: ¡señoras y señores, acaba de sentarse a la mesa Clientelito, setenta y cinco kilos, bragado y cornigacho, al que el sumiller se va ventilar con unos naturales de Burdeos y un pase de pecho de Ribera.
[bctt tweet=”Dinos un sitio donde te encontraste la peor carta de vinos….”]
Las copas. Ya sé que esto es algo que sólo valoramos los chalaos del vino, pero si te están cobrando la botella de vino como si fuera la que se sirvió en las Bodas de Caná, ¿no merecería al menos que te pongan una copa digna? He visto copas de vino con el cristal más grueso que las ventanillas del Nautilus, seguramente del todo a cien de la esquina.
Si por casualidad, obligación, o azar de la vida, usted, querido lector, tiene que pedir vino en sitios así, recuerde colocarles en la puerta nuestra pegatina favorita: ANPVC.